El poema que subí expresa las sensaciones que tuve en torno a los primeros acompañamientos a dos mujeres jóvenes que transitaban el segundo trimestre, realizados en la casa que compartía con mi compañera de vida y activismo. Sintetiza emociones en palabras a las que vuelvo, sobre lo que acontece cuando acompañamos a personas que abortan.
Que se trata de un arte lo sentí desde un primer momento. Por eso lo pongo junto a un poema de Úrsula K. Le Guin, acerca de un arte femenino, cotidiano, íntimo, sencillo que por volverse gozoso adopta un sentido antipatriarcal. También sentí desde un comienzo que se trata de un arte silencioso, amoroso y secreto. Silencioso porque lo aprendí haciendo. Revolucionariamente amoroso en el sentido en que Rilke, cuyo texto cito, habla en un momento del no abrocharse los vestidos entre mujeres. Secreto, porque bajo ese halo acontece, no por vergüenza, sino porque conserva algo que lo hace muy nuestro, algo de brujas.
Desde hace rato los feminismos venimos haciendo en torno a nuestras experiencias un pasaje del espacio íntimo al espacio público, si bien en este caso tales espacios no parezcan tan opuestos.
Acompañar es un arte
dos t
Veinte años las dos
distintas clases sociales
distintas panzas
nos visitan como si fueran
primas
o hermanas.
Los perritos las saludan.
Ellos serán los guardianes del afuera.
Nuestra gata del adentro.
Sus ojos son de miedo
marrones y brillantes
-como es la juventud.
Nuestra cama se abre.
Nosotras caminamos, preguntamos, damos,
vemos cómo se endurece
el bajo vientre
preparando la expulsión.
“Falta menos, prima hermana.
Por fin nos vemos
después de tanto tiempo.
Por fin nos reúne
el ritual.
”Nos reímos, cocinamos, comemos,
enseñamos a mentir, a contar historias,
esas antiguas artes
que no dañan y florecen
el corazón.
En pocas horas se aprende
o se recuerda.
Al finalizar
todo es alegría
futuro o libertad
-no sé cómo llamarlo
pero se siente bien:
planeamos viajes o reencuentros.
No es cuestión de sangre.
Es cuestión de piel.

*
Del poemario “Días de Seda” de Úrsula K. Le Guin.
Traducción de Diana Bellesi (1991).
Días de sedaLa proa del bote asomándose cerca
de los capullos, o una ancha guadaña que
barre los terrenos del fondo, o
el husmear del gato en un pliegue:
me lo recuerda. Me gusta
hacerlo
bien, suave
las mangas dobladas finamente.
Planchar huele a planchar.
No se parece a
nada. No necesita
un símil.
Tiene sus propios recursos.
Mi tía abuela me enseñó:
rociador, enrollar por media hora,
el siseo de prueba con el dedo húmedo,
golpeteo suave al dobladillo y
cuidado con el cuello.
En diez minutos, sobre una plancha a rodillo
podía hacer una camisa de etiqueta.
Puede ser un arte.
Supo ser un arduo trabajo,
sin tiempo, todo algodón, todos los niños.
Ahora voy en seda,
Emperadora de China, lavo y plancho
cuando quiero,
lo gozo, lo hago
bien, un buen trabajo,
voy tranquila,
suave como seda.
*
Fragmento de “Los cuadernos de Malte Laurids Brigge” de R. M. Rilke (1999).
Traducción de F. Ayala.
“Sin embargo, a veces se encuentran muchachas. Pues hay en los museos una multitud de muchachas que han abandonado, aquí y allá, casas que no conservaban ya nada. Se encuentran ante estas tapicerías y se olvidan durante algún tiempo. Han sentido siempre que esto debe de haber existido en algún sitio: una vida semejante, suavizada en lentos ademanes que nadie ha esclarecido nunca; y recuerdan oscuramente que ellas incluso creyeron durante algún tiempo que así era su vida. Pero enseguida sacan un cuaderno de cualquier sitio y empiezan a dibujar no importa el qué: una florecita de las tapicerías o un animalito regocijado. No importa lo que sea, les han dicho. Y en efecto, no importa nada. Lo esencia es dibujar; pues que para esto han salido un día de sus casas, de modo bastante violento. Son de buena familia. Pero cuando levantan los brazos para dibujar, parece que su vestido no está abrochado en la espalda, o por lo menos no lo está por completo. Hay algunos botones sin abrochar. Pues cuando se hizo este vestido no se había pensado aún en que debía ir de prisa, completamente sola. En las familias hay siempre alguien que abrocha los botones. Pero aquí, dios mío, ¿quién se va a ocupar de eso en una ciudad tan grande? A menos que quizá se tenga una amiga; pero las amigas están en la misma situación, y habría que terminar entonces por abrocharse los vestidos las unas a las otras. Y esto, ¿verdad?, sería ridículo y os haría pensar en la familia de la que no quieren acordarse.
No obstante es inevitable que a veces se pregunte uno al dibujar si no habría sido posible quedarse en su casa. Si se habría podido ser piadosa, ya acomodándose a la marcha de los demás. ¡Pero parece tan absurdo intentar lo común” El camino, no sé cómo, se ha estrechado, las familias no pueden ya ir a dios. No quedan, pues, más que otros dominios que pueden repartirse como se necesite. Pero, por muy honradamente que se hiciera, quedaría tan poco para cada uno por separado que sería vergonzoso. Y si se trata de engañar a los otros, entonces surgen disputas. No, en verdad, mejor es dibujar cualquier cosa. Con el tiempo, la semejanza aparecerá por sí misma. Y el arte, cuando se adquiere así, poco a poco, es, en resumen, un bien muy envidiable.
Y mientras tienen la atención ocupada en su trabajo, estas muchachas no piensan en levantar más los ojos. No se dan cuenta de que, a pesar de su esfuerzo para dibujar, no hacen sin embargo más que ahogar en ellas la vida inmutable que se abre ante sí en las imágenes tejidas, resplandeciente e inefable. No quieren creerlo. Ahora que tantas cosas se transforman, también ellas quieren cambiar. No están lejos de realizar el abandono de sí mismas y de pensar de sí, poco más o menos, lo que los hombres piensan de ellas cuando no están presentes. Y eso les parece un progreso. Están ya casi convencidas de que se busca un goce y después otro y después otro, más fuerte aún; que la vida consiste en esto, si no se quiere perder estúpidamente. Ya han empezado a volverse, a buscar. Ellas cuya fuerza había consistido hasta ahora en esto: en que había que encontrarlas.
Eso proviene, pienso, de que están fatigadas. Durante siglos han llevado a cabo todo el amor, han desempeñado las dos partes del diálogo. Pues el hombre no hacía más que repetir la lección y mal. Y les hacía difícil su esfuerzo de enseñar, por su distracción, por su negligencia, por sus celos, que eran en sí mismos una manera de negligencia. Y sin embargo ellas han preservado día y noche, y han crecido en amor y en miseria. Y de entre ellas han surgido, bajo la presión de angustias sin fin, esas amantes inauditas que, mientras le llamaban, superaban al hombre. Que crecían y se elevaban más alto que él, cuando él no volvía, como Gaspara Stampa o como la Portuguesa, y que no la abandonaban hasta que su tortura se había cambiado en esplendor amargo, helado, que ya nadie podía detener. Sabemos de ésta y de aquélla, porque hay cartas que se han conservado como por milagro, o libros de poemas dolorosos o acusadores, o retratos que, en alguna galería, nos miran a través de un deseo de llorar, y que el pintor ha logrado porque no sabía de qué se trataba. Pero han sido muchas más, innumerables; aquellas cuyas cartas han sido quemadas y las otras que no han tenido fuerza para escribirlas. Ancianas que se han endurecido, ocultando en sí un tuétano de delicias. Mujeres informes que, hechas fuertes por agotamiento, se van dejando convertir poco a poco en semejantes a sus maridos, y cuyo interior era, sin embargo, por completo diferente, allí donde el amor había trabajado en la oscuridad. Mujeres encintas que no querían estarlo y que cuando morían, por fin, después del octavo nacimiento, tenían todavía los gestos y la ligereza de las muchachas que se alegran de conocer el amor. Y aquellas que permanecían al lado de dementes y de borrachos porque habían encontrado el medio de estar, en ellas mismas, más lejos de ellos que en ningún otro sitio; y cuando se encontraban entre las gentes no podían esconderse y resplandecían como si no hubiesen vivido más que con afortunados. ¿Quién dirá cuántas y cuáles fueron? Es como si ellas hubiesen destruido anteriormente las palabras con las que se las pudiera captar.
Pero ahora que todo se hace diferente, ¿no ha llegado la ocasión de transformarnos? ¿No podríamos tratar de desarrollarnos algo y tomar poco a poco sobre nosotros nuestra parte de esfuerzo en el amor? Nos han evitado toda su pena, y así es como se ha deslizado hasta nosotros entre las distracciones, como a veces cae en el cajón de un niño un trozo de encaje fino, y le gusta, y deja de gustarle, y queda allí entre cosas rotas y deshechas, peor que todo lo demás. Estamos corrompidos por el goce superficial, como todos los “dilettanti”, y rastreamos tras el dominio. Pero, ¿qué sucedería si despreciásemos nuestro éxito? ¿Qué, si comenzásemos desde el principio a aprender el trabajo del amor que ha estado siempre para nosotros? ¿Qué, si regresásemos y fuésemos principiantes, ahora que tantas cosas se disponen a cambiar?”