Por experiencia significativa entiendo que haya dejado una huella. O por lo menos la oportunidad para contar esa historia.
Esta es la historia de una piba que no pudo abortar porque el miso no le hizo efecto, ni tampoco el tratamiento combinado. Tampoco pudo viajar porque era época de pandemia y ASPO. Ella objetivamente necesitaba y deseaba abortar. Estaba en una situación de mucha vulnerabilidad y soledad, múltiples conflictos familiares, muy joven, ya con una hija cuyo parto había sido muy complicado y este nuevo embarazo ponía en riesgo su vida.
Antes de llegar a nosotras había intentado por su cuenta tomando sol o miso y no le hizo nada; había hecho sola todo este camino de experiencias desde lo que leía en internet, de guiarse por los “me han dicho que una amiga del vecino” y esas cadenas de boca en boca en las que no hay certezas, simplemente decires aunque muchas veces llevan verdad, ya que efectivamente existen pastillas que se pueden tomar para abortar y es verdad que se pueden comprar por internet. Pero la cosa no es tan sencilla, como bien sabemos. Cuestión que esta piba, a quien llamaremos Ángela (no sé porque elegí ese nombre, estoy casi segura que no es el de ella y prefiero guardar su anonimato, aunque la verdad no lo recuerdo–muy pocos nombres y caras recuerdo en el socorrismo y en la vida-; tampoco hay motivaciones simbólicas ni arquetípicas, le puse ese nombre ahora y punto), llegó con 17 semanas.
Intentó con tres tratamientos combinados y con muchos extras, en el mientras yo me comunicaba con diferentes miembres de la red para pedir consejos y asesoramiento; mucha gente ingeniandosela para ayudarla de alguna manera. Y no pasó nada.
Recuerdo que durante el tercer tratamiento, ella se fue en el colectivo desde la casa en la que vivía en ese momento hasta el hospital. Tomó esta decisión porque había comenzado un leve sangrado, expulsó el tapón mucoso, los dolores eran muy fuertes. El trayecto de un punto a otro abarca unos 12 kms., de calles en muy mal estado. “Que se me salga en el colectivo, no me importa, pero que se me salga”, respondía mis “pero, como vas a irte en colectivo”.
En el hospital solo recibió violencias, la internaron y le retuvieron el bebé; nadie le preguntó qué es lo que ella quería. Creo que nunca en su vida nadie le preguntó eso. Pero volvamos al pedacito de vida que le conocimos. Yo recuerdo estar en la casa de un chongo que visitaba por esos días. Él no tenía idea de mi tarea de socorrista, muchísimo menos iba a no juzgar un aborto de 25 semanas de gestación. Tampoco me interesaba que lo supiese, como ya dije, era solo una relación con propósitos muy específicos, no hacía falta conocernos ni me correspondía transformar sus machirulas formas de existir. Y esto lo traigo porque cuando pienso en Ángela esa es una de las imágenes que se me vienen a la cabeza: yo hablando por teléfono en el fondo de una casa desconocida durante una tarde de otoño, pisando un césped amarillo, observando plantas que yo no había plantado, mientras desde adentro de la casa me ofrecían unos mates “ya voy, estoy hablando con una amiga que anda en un quilombo, disculpá, ya vuelvo”. “Sí, sí, todo bien”, me decía, y preparaba unas tostadas en la cocina.
Transcurría la tarde, y yo salía de tanto en tanto a hablar con ella, además del chat que manteníamos casi permanentemente. Y en simultáneo, chateando con compas que estaban al tanto y hacían sus aportes. No fue solo una tarde, fueron por lo menos tres así de intensas, no sabría precisar si fueron las tres en la casa del chongo.
“¿Tu amiga sigue en quilombos? ¿Querés ir a buscarla o que te acompañe?”. Mucha pacienciame tuvo. “No, todo bien, cualquier cosa te aviso. Gracias. Mejor prendamos eso.”
Otra de las imágenes que se me vienen es cuando la conocí. Nos reunimos en una plaza cerca de la casa de ella. Ángela le dijo a sus abueles (con quienes vivía) que se iba a la plaza para que la nena jugara un rato, aprovechando el calorcito de la siesta. Ese día sí que hacía mucho frio, sol cálido, un cielo azul brillante y el aire helado. Nosotras charlábamos en un banco de esos de hormigón que son como largos y sin respaldo. Estábamos cara a cara, con las piernas hacia los costados como montando el banco ella y yo con las piernas cruzadas, levemente encorvadas hacia adelante, como si fuésemos dos amigas en conversación íntima. Y es que sí, fue una conversación íntima. Me contó muchas cosas de su vida, principalmente habló de su soledad: de la madre y el padre que la negaron; de los progenitores de sus dos embarazos que también las dejaron, ni amigas ni primas fueron mencionadas; por eso antes me atreví a decir que quizás nunca nadie le preguntó qué quería hacer con su vida.
Ella no quería traer otro niño al mundo para que viviera lo mismo o peor de lo que vivía ella. No quería repetir su propia historia en otra persona. Recuerdo su mirada esquiva hacia el costado, como hacia el horizonte a las laderas de las montañas, con el deseo de huir, de no pertenecer más a ese barrio, a ese mundo egoísta y limitado.
Estuvimos hablando como dos horas. Otra de las veces que volví, las llevé a ella y su hija en el auto hasta la casa de una prima, donde se quedaría por unos días. En casi todas las oportunidades habló ella: en la segunda desde la desesperación, y la tercera vez ya sin esperanza. En esos días yo ya no podía decirle “Tranquila, seguro que ahora sale” como le dije el primer taller: “esta vez las vas a tomar como se debe, más esta otra pastilla que prepara para la expulsión. En muchas oportunidades pasa que con el tratamiento único no sale, pero luego sí resulta”.
Pues no resultó. Las últimas veces yo decía “Esperemos que…”. Y ella me quería creer. Recuerdo su resignación final cuando me llamó desde el baño del hospital. La habían dejado internada por pérdida, le pusieron de todo para retenérselo. La abuela la echó de su casa porque estaba embarazada nuevamente. La derivaron con psicologue y le dieron las indicaciones para que comenzara tratamiento por diabetes y otras cuestione relacionadas con el cuidado de su salud. Hablamos varias veces mientras ella estuvo internada.
La comunicación se fue espaciando. Le dieron el alta, continuó con los monitoreos. Meses después me mandó una foto. “¿Se acuerda de mí, Inés? Quería mostrarle a mi bebé, está muy bien por suerte. Yo estoy mejor, volví a la casa de mi abuela, que me pidió perdón por haberme echado. Pero es que ella no quería eso para mí. Capaz si hubiese contado antes ella me habría ayudado. Pero yo tenía mucho miedo.” Me agradeció haberla ayudado. Aún no sé en qué: ¿sostenerle la mano y la mirada quizás?, ¿atenderle el teléfono cuando llamaba? Parece la nada misma; la teoría dice que no pero la teoría no evita ese nuevo DNI.
“No somos heroínas” me decía una de las compañeras de la grupa. Y cada tanto nos lo repetimos. El recuerdo de esa historia trunca, de esa otra oportunidad para Ángela que no fue, aún lo llevo presente, y me salta en la boca del estómago cada vez que hay situaciones similares, cada vez que una joven con ganas de retomar las riendas de su vida llama para abortar.