La sala de espera da vueltas sin parar como un carrusel, como si fuera parte de un universo alterno en donde el caos se funde con la realidad. Las ventanas se ciernen en un movimiento que forma una línea continua y las lámparas del techo se convierten en destellos sin envase, echando chispas sin ton ni son.
Ellas encuentran sus miradas, cada quien desde una esquina contraria de la habitación que ha dejado de tener paredes, que desapareció a las personas que aguardaban hace unos segundos. El piso ahora es arena y cada paso es pesado porque, aunque se mueve, no deja de girar sobre su propio eje.
Ellas saben que tienen que llegar a encontrarse en medio, para hallar esa estabilidad en el suelo, así que emprenden el viaje que parece que durará semanas, meses o años. El tiempo ya no existe. En cada pisada, millones de vueltas más alrededor, girando sin leyes humanas, sin reglas de la física. Cada movimiento es lento pero instantáneo a la vez y mantiene el peso de toda la galaxia, o al menos así se siente.
Ellas notan que cada quién trata de comunicarse desde el otro lado y la lejanía no les permite entender las palabras que se quedan en ademanes. Van a llegar en algún momento porque se lo han planteado así y la determinación de las dos mujeres es más poderosa que cualquier otra cosa existente o por existir. Lentas, cabizbajas y al mismo tiempo efímeras y con la frente en alto, dejan pasar granos de arena, luces incandescentes que enceguecen por un momento o quizá por la eternidad, pero no dejan de caminar.
Esos años que se han convertido en segundos y todo el pesar que cargan sobre las espaldas las une en un santiamén. Al asir los dedos, forman un gancho que les permite ir acercándose más, aunque cada quien siga kilómetros más allá. Al unir los pulgares, la habitación se detiene. Cada una toma los codos de la otra y ellas logran atraparse en un abrazo que expele destellos. Todas las estrellas fugaces de la historia empiezan a moverse de aquí para allá en una explosión.
Una logra acomodar el rostro de la otra en el hueco que lleva entre el cuello y el hombro y es entonces cuando las lágrimas aparecen y no ceden. Continúan hasta que la arena se vuelve lodo, hasta que el piso se ha limpiado por completo. Llevan abrazadas por milenios, una conteniendo a la otra. Llora hasta que no hay nada más qué llorar y todo se ha quedado quieto y en silencio. Todo es paz.
El año pasado hice un acompañamiento en el que la mamá de la acompañada estuvo presente en todo momento. Con toda la calma del mundo preguntó, pidió explicaciones y estuvo al lado de su hija, limpiándole las lágrimas, haciendo contención y llenándola de amor en cada una de las contracciones.
Cuando mi acompañada entró a quirófano, la mamá y yo nos encontramos en la sala de espera y ella corrió directamente a mis brazos a llorar todo lo que no había podido durante todo el proceso. Llevo ese recuerdo en mi mente porque me hace entender que a veces no acompañamos a sanar a una sola mujer*. En muchas ocasiones también estamos sanando todo un linaje materno en colectivo y eso llena de paz mi corazón.